La inteligencia artificial general, (en adelante AGI, por sus siglas en inglés), ha capturado la imaginación de tecnólogos, futuristas y responsables políticos por igual. El término evoca visiones de máquinas que podrán pensar y actuar como humanos—o incluso mejor—señalando un punto de inflexión en nuestra relación con la tecnología. Para algunos, la llegada de la AGI marcará el inicio de un mundo radicalmente transformado: el fin de la escasez, la desaparición del empleo o incluso una explosión de inteligencia que llevará a la humanidad a una utopía—o una distopía.
Pero hay un problema con esta narrativa: la AGI no será un evento claramente observable. No habrá un momento bien definido en el camino del progreso tecnológico en el que podremos decir “¡ya está, lo logramos!” Es probable que más pronto que tarde alguna empresa afirme que ha creado una AGI. Pero esa afirmación estará muy probablemente basada en una definición interesada y, por ello subjetiva, de lo que es una AGI. No se basará en la superación de ningún umbral concreto de capacidades que desencadene consecuencias reales en el mundo. Es decir, no se tratará de un evento con implicaciones drásticas que cambiará de golpe los negocios, los gobiernos, la economía y nuestras vidas.
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La idea de que la AGI lo cambiará todo, y además lo hará rápidamente, se basa en una comprensión equivocada no solo de lo que es la IA sino también de cómo funciona realmente el cambio tecnológico. La historia cuenta otra cosa. Las tecnologías de propósito general—como la electricidad o la informática—no transformaron la sociedad de la noche a la mañana. Su impacto económico se desplegó gradualmente, a través de un largo y complejo proceso de integración y difusión. Los verdaderos cuellos de botella no estaban en los laboratorios, sino en los lugares de trabajo, en las escuelas, en los sistemas legales y en los hábitos de las instituciones. Fueron necesarias varias décadas para que estas tecnologías transformaran la productividad a gran escala, y, aun así, los cambios fueron desiguales e incompletos.
Con la IA actual es más que probable que ocurra lo mismo. Incluso si mañana se desarrollara un sistema que igualara el rendimiento humano en una amplia gama de tareas, no cambiaría el mundo de inmediato. El impacto de la IA solo se manifestará realmente cuando las personas y organizaciones aprenden a utilizarla eficazmente. Eso implica construir aplicaciones útiles, formar a los trabajadores, adaptar flujos de trabajo y navegar el complejo terreno regulatorio y cultural que acompaña a toda nueva tecnología. Estos procesos no siguen curvas exponenciales, son procesos lentos, a escala humana. A menudo, lo que limita el crecimiento no es la falta de innovación, sino los cuellos de botella en áreas complementarias: infraestructura, políticas públicas, fuerza laboral y cultura.
Las tecnologías de propósito general, como la electricidad o la informática, no transformaron la sociedad de la noche a la mañana; la IA generativa tampoco lo hará
Aun así, algunos sostienen que la IA actual podría desencadenar un crecimiento económico sin precedentes. Sin embargo, otros, sin negar su potencial, advierten que su impacto macroeconómico, por lo menos durante la próxima década, será mucho más modesto de lo que muchos estiman.
El premio Nobel de Economía de 2024, Daren Acemoglou, en un artículo titulado “The simple macroeconomics of AI”, llega a la conclusión de que el incremento de la productividad oscilará entre un 0,05% y un 0,07% anual a lo largo de los próximos 10 años. En su artículo explica claramente los motivos de este incremento tan modesto en base al teorema de Hulten. Este teorema explica cómo las mejoras en la productividad a nivel microeconómico afectan la productividad total a nivel macroeconómico. En el caso de la IA actual, el motivo por el que el incremento a nivel macroeconómico será tan pequeño se basa en que gran parte de las tareas que puede automatizar con facilidad (como resumir textos, reconocer patrones, componer subrutinas de software bien conocidas) son relativamente simples y no tienen un peso suficientemente significativo en la economía. En cambio, muchos de los trabajos más importantes y difíciles de sustituir, que juegan un papel muy importante en la economía —como aquellos que implican contexto, interacción humana o toma de decisiones con criterios inciertos— no están al alcance de la IA ni siquiera a 10 años vista.
Además, Acemoglou advierte que la orientación actual de la industria tecnológica está excesivamente centrada en la automatización (es decir, en sustituir personas por máquinas), en lugar de diseñar herramientas que ayuden a las personas a hacer mejor su trabajo. Esta apuesta por la automatización puede suponer un ahorro de costes, pero también puede agravar las desigualdades y reducir el bienestar general si no se lleva a cabo con precaución.
El Nobel de Economía Daren Acemoglou estima que el aumento de productividad por la IA oscilará entre 0,05% y 0,07% anual en los próximos 10 años
Incluso en la ciencia, donde la IA se usa cada vez más para asistir en la investigación, el progreso sigue limitado por factores humanos como la validación experimental, la reproducibilidad de los resultados y el conservadurismo institucional. El cuello de botella no siempre es el descubrimiento; muchas veces es la confirmación y la integración. Y aunque los futuros sistemas de IA llegaran a ser lo suficientemente potentes como para incidir en su propio desarrollo, eso no garantiza la mejora exponencial que propugnan los que creen en la singularidad tecnológica. De hecho, la IA actual ya contribuye a la investigación en la propia IA, pero el ritmo de avance sigue condicionado por la cantidad y calidad de los datos, la capacidad computacional, los costos y los bucles de retroalimentación lentos del mundo real.
En realidad, los futuros sistemas de IA—por muy capaces que sean—tendrán que ser adaptados a dominios específicos para ser realmente útiles. Un modelo generalista puede funcionar bien en una demo o en entornos muy controlados, pero desplegarlo en el mundo real, caótico e impredecible, es otra historia.
Para beneficiarse de la IA, hay que invertir en educación, apoyar la reconversión laboral y establecer regulaciones que fomenten la innovación responsable, ética y segura
Entonces, si una futura AGI no va a ser el punto de inflexión que muchos creen ¿qué deberíamos hacer? La respuesta no está en dejarnos impresionar por los anuncios de las grandes tecnológicas que desarrollan la AGI sobre supuestos avances espectaculares, sino en sentar las bases para una adopción segura y generalizada de la IA actual, la que ya tenemos. Las empresas deberían ser muy cautelosas a la hora de implementar tecnologías poco maduras. Construir productos fiables sigue siendo un gran desafío, e integrar la IA en los flujos de trabajo requiere experimentación cuidadosa y muchos ajustes. La idea de que los agentes de IA, la última moda de la IA generativa, pueden reemplazar directamente a trabajadores humanos es no solo equivocada, sino peligrosa.
Los gobiernos también deben reorientar su enfoque. En lugar de obsesionarse con quién alcanzará primero la futura AGI, deberían centrarse en crear las condiciones que permitan que la IA que ya tenemos tenga un impacto positivo: invertir en educación, mejorar infraestructuras, reformar instituciones obsoletas, apoyar la reconversión laboral y establecer regulaciones que fomenten la innovación responsable, ética y segura. El mayor obstáculo para obtener beneficios económicos de la IA no es la falta de inteligencia, sino la falta de preparación.
Tratar la futura AGI como un hito singular y decisivo de transformación es tentador, pero engañoso. Sugiere que estamos en una carrera, que habrá un ganador, y que, una vez alcanzada una supuesta meta, todo cambiará. Pero la tecnología no funciona así. Avanza a trompicones, paso a paso y moldeada por la cultura y las decisiones humanas.
La verdadera historia de la IA será una de cambios incrementales: millares, quizá millones, de pequeñas adaptaciones, reformas institucionales y ajustes en los procesos de trabajo. El progreso no vendrá de un salto repentino, sino de la acumulación compleja y lenta de esfuerzos colectivos para hacer que las nuevas herramientas funcionen en el mundo real en el que vivimos.
Y eso, más que cualquier declaración gandilocuente sobre la AGI, será lo que defina el futuro.
Ramon López de Mántaras. Institut d’Investigació en Intel·ligència Artificial (IIIA-CSIC)